Tantos te siguen, tanto vales. Tantos clics atraen tus titulares, tal es tu probabilidad de sobrevivir en la redacción. ¿Tienes tirón en la red? Enhorabuena. ¿Eres un don Nadie digital? Prepara las maletas. En cualquier caso, bienvenido a la era de los periodistas al peso.
¿Exagero? Ojalá. Aunque hay quien dice que esto ya está pasando.
En algún momento de los últimos veinticinco años, alguien pensó que para dirigir una redacción ya no bastaba con un buen olfato y muchos años de mili. Había que profesionalizar aquello. Las empresas periodísticas daban dinero, pero no parecía suficiente. Un medio debía ser un medio… para ganar dinero. Así que se contrató a una horda de ejecutivos, esos agrimensores del periodismo, con sus balances, sus presentaciones esplendorosas y sus hojas de cálculo.
A partir de entonces, presumían, los medios iban a dejar de ser una reunión de holgazanes para convertirse en empresas de verdad. Se iba a acabar lo de la gente perdiendo el tiempo con paseos, gastando horas en el teléfono, invitando a cañas en el bar que queda a 100 metros del tribunal de Justicia. Ahora todo el mundo tendría que fichar sus ocho horas -je- y producir mucho. Lo que fuera, pero mucho.
Hasta entonces, los directores y jefes de sección habían valorado a su tropa por lo que cada uno era capaz de publicar. Exclusivas, las llamaban. También sabían que una redacción no funciona solo con cazadores; necesita asimismo de un buen grupo de cocineros que pongan los platos a punto. Y aunque el trabajo de estos últimos fuera más oculto, se reconocía igual. El periodismo, en fin, era entendido como un trabajo en equipo.
Pero aquello quebró. Con la bendición del gerente de turno, los resultados de cada periodista pasaron a medirse uno por uno. Y comenzaron a registrarse puntualmente, semana tras semana, en un Excel. La importancia del qué fue sustituida por la del cuánto.
Así que, al llegar la moda de las redes sociales, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Algún ejecutivo olfateó una nueva forma de multiplicar la productividad: aprovechar a los periodistas como nanomedios.
Aquella decisión se justificaba en una operación aritmética relativamente sencilla. Antes de que llegaran las redes sociales, los medios contaban solo con su propia visibilidad (V). Ahora, debió de calcular nuestro gerente, si a la visibilidad del medio se añadía la microvisibilidad (v) de cada uno (n) de sus periodistas (P), el resultado sería mucho más productivo para la empresa. La fórmula que nuestro amigo debió de garabatear en un folio pudo ser, más o menos, esta: x=V+(v*(P^n)). Eureka.
Pero, ¿deben los periodistas ser valorados en función de su popularidad? ¿Es ese el periodismo que conviene a los medios? ¿Sucumbirán todos ellos al mismo cáncer de las audiencias que ya pudrió a la televisión?
Hay medios que piensan que el camino es otro. Les daré un ejemplo. Esta semana se han divulgado las cifras de lectores de The Economist. Son apabulllantes: más de millón y medio de suscriptores a la edición impresa en todo el mundo, y otros 88.000 a su versión digital. Su cuenta en Twitter suma 2,3 millones de seguidores; la página oficial en Facebook, más de 1,1 millones. ¿Y saben una cosa? Los artículos de esta publicación continúan siendo anónimos. Nadie conoce a sus periodistas. ¿Para qué? Les basta con elaborar la mejor información. Y no por eso reniegan del futuro, oigan. De hecho, su estrategia es todo menos conservadora.
The Economist cree que vale más un periodista de peso que uno al peso. Y así de bien le va.
[Publicado originalmente en Blog de comunicación – UNIR]